Hay momentos en la vida en que a quien se tiene por persona humana no le da la gana de entender de atenuantes ni eximentes. Que no quiere comprender ni buscar motivos ni justificaciones en una situación personal extrema, ni siquiera en problemas mentales; nos da igual lo mal que le fuese en el camino al asesino. Que no echa mano de la psicología para asimilar atrocidades como un parricidio, un parricidio a golpes, para más inri, con dolor físico. Solo las blasfemias asoman a nuestros labios y se agolpan en nuestras vísceras ante la espeluznante noticia de que un padre separado ha matado a sus dos tesoros, a dos niñas de siete y nueve años, santas nuestras, mientras las tenía bajo su guardia y protección en San Juan de la Arena (Asturias). Protección, ja.
El suceso nos ha empeñado el viernes hasta al ciudadano más miserable. Porque hay que ser muy bicho para que una información así no te amargue el día. Me niego a pasar del titular: ya tengo bastante. Trato de hacer el avestruz, meter la cabeza bajo el ala, pero la tengo demasiado hinchada de rabia y no cabe.