Vergüenza de vivir en este supuesto Primer Mundo en el que hay que dar las gracias por haber caído. Vergüenza por ser ciudadano en esta parte -en otra no debe de ser muy distinto, porque la bola entera está hecha unos zorros-. Vergüenza de caminar en una mayoría que tiene todos los días algo que llevarse a la boca, que duerme bajo techo, que abre un grifo y sale agua. Deberíamos sentirnos afortunados, incluso alegres, por ello, pero nos embarga la vergüenza.
El drama de los refugiados sirios nos toca de cerca y copa las redes sociales, esas en las que hoy pasamos ya casi la mitad de la vida -qué digo casi….-. Por eso sacude nuestra conciencia. La mayoría de este Primer Mundo está ya acostumbrada al drama del Tercero. «Pobrecitos negritos que se mueren de hambre». Hemos asumido su desgracia (es fácil: es ajena). Vergonzosamente nos hemos acostumbrado a esa sinrazón. En nuestras cabezas se ha instalado que su vida (su muerte temprana) no tiene solución… cuando la tiene.
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