Nadie te quiere más y peor que ella. Es el segundo eslabón de una cadena agónica que se inicia en la mansedumbre y camina hacia la ira y la soledad. Una cadena cerrada: un círculo.
La presientes. Vieja conocida, te llega su aviso. No lo recoges. Tratas en vano de esquivar ese mensaje en que anuncia su llegada. No hay escapatoria. Está ahí: ya ha venido. Te resistes, luchas. Tiras de intelecto, de psicología, te abrazas a tu salud. Es inútil. Te ha agarrado por el cuello y aprieta tu garganta, pero no te deja sin aire: mantiene abierto un pequeño canal. Te quiere vivo y consciente para arrastrarte fuera de toda racionalidad, para convertirte en un guiñapo. Anular tu persona, tu autoestima. No parará de sacudirte hasta anularte. Ya está. Ha taladrado tu cabeza. Estás encogido en el suelo. Tratas de levantarte. No puedes. Surge ese regodeo en el lodo, otro viejo conocido. Sabes que estás mal, pero que el minuto siguiente será peor. Ruedas por la pendiente. No puedes parar de rodar. O no sabes. O quieres rodar muy rápido y llegar pronto al final para que el sufrimiento acabe. Tal vez al final esté el vacío. O la desintegración. No te engañes, has descendido más veces por el mismo camino y te consta que en el último punto solo hay más desesperación.
Desesperación. Sentimiento incapacitante. Intrínseco a la humanidad.
Al entregarse a ella -es difícil ganar esa lucha-, después viene la ira como antes había llegado la mansedumbre. El manso que, preso de la desesperación, empieza a sentir ira.