Los egipcios se saludaban inclinando el cuerpo y llevando una mano a la rodilla en señal de respeto. Los griegos se estrechaban la mano y los romanos el antebrazo. En el XVII, vendrían los besamanos a las señoras. En fin, rituales, todos, solemnes y rigurosos, como quitarse el sombrero.
De esa solemnidad, algo queda en los protocolos a ambos lados del mundo, Oriente y Occidente.
El saludo no-protocolario, el de trato rutinario, no atraviesa por su mejor momento. Una no sale de su asombro cuando un conocido, vecino, compañero de trabajo o amigo de angüaño la deja con el «hola» en la boca. En el portal de casa, en la oficina, en clase… Y tan campante el susodicho. La cara de bobos que se nos queda ante tal desplante y la indignación sorda que este desagravio genera dan para un chisme 2.0 de esos que pululan en la Red.
Ante tal gesto de simple y llana mala educación del prójimo, el ninguneado se queda con la gana de transmitir al ninguneador algo más que un saludo.
Actitud, en fin, ésta de no saludar al que nos saluda, lamentable a todas luces. Sin ser patrimonio exclusivo de las ciudades, se observa que esa fea costumbre es predominantemente urbana.
Por contra y por suerte para la salud de la buena educación, pervive en los pueblos esa costumbre de saludar a aquel con quien te cruzas, aunque no lo conozcas. Así, las nuevas hornadas de saludadores (los niños) se sorprenden de que en el pueblo mamá salude a ese señor desconocido:
– «Mamá, ¿quién es?».
– «No sé».
– «¿Y por qué lo saludas, entonces?».
– «Porque en los pueblos la gente se saluda. Él me ha saludado y a nadie [sin malquereres mediante] se le niega el saludo».
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