No hace falta ser lobo de mar, ni surfista recalcitrante, ni adicto al tueste solar para hacer del mar alimento, para llevarlo en vena y necesitarlo como un yonqui para ser uno mismo. No sé si ese mono va de serie con el nacimiento en un lugar costero, es cosa de Mendel o se cría y se desarrolla con el entrenamiento de los sentidos. Pero, por encima de poesía y tópicos, ese amor salado se revela, y se siente como rotunda certeza que nos agarra por la solapa y no nos suelta en la vida.
Piensan estos necesitados del mar que las ciudades interiores no respiran. Pueden ser hermosas, acogedoras, ricas para el alma, pero para asentar cuerpo y honduras en ellas les falta el aire que los amantes del mar precisan para hacer su fotosíntesis.
En verano, vacaciones de sol y playa quien se las pueda regalar, la mar se busca y se encuentra fácilmente en esta latitud sureuropea. Pero necesitar el mar no es desear un chapuzón veraniego y hacer toalla para lucir bronce. Las inhalaciones marinas el cuerpo las pide también durante el invierno. Y no digamos el alma. Habrá mayor lujo que vivir en un pueblo de mar, donde la vista pasa, en el mismo movimiento, del prado con vacas a la playa de enclave privilegiado. Ambas estampas servidas a la retina desde la misma caleya.
El mar en vena y alma
Lo decía en el arranque. Sin ser pescador, nadador con estilo o deportista marino en toda la diversidad, que es mucha, de estas disciplinas, cualquier humilde vecino de este mundo lleva un alto porcentaje de mar en su des-atlético cuerpo. Somos agua, sí. Agua de mar, algunos. La sentimos, a la gran mole que ruge y abraza, desde el vientre materno, durante el camino y nos acoge al final. Si nos alejan de ella en alguna etapa…. la mirada lagrimea y la ansiedad trepa por nosotros. Ese paseo sencillo y lujoso de domingo mañanero de invierno para asomar por la barandilla de nuestro paseo marítimo. Ese paseo que es bálsamo y desazón.
Que no nos dé vergüenza precisar el mar bien cerquita para vivir sin ser nosotros grandes marineros, que igual Alberti o Neruda nadaban como patitos. Sin nuestro mar, no seríamos lo que somos. Sabuesos del salitre, que nos busquen cerca de las olas.